¿De verdad podemos desaprender? (I)

 

Hablábamos hace unos meses en otro post de cómo ha triunfado un tipo de lenguaje “cool” en el entorno de la educación, el coaching, la orientación o de los recursos humanos y cómo, más allá de los ámbitos profesionales donde se generó, se ha extendido al lenguaje común de la vida cotidiana y se ha transformado en un producto de consumo en sí mismo.

Me estoy refiriendo a términos como estilos de aprendizaje, inteligencia emocional, aprender a aprender o desaprendizaje, entre otros conceptos tan nombrados como infecundos y muy utilizados desde disciplinas como el coaching, las pedagogías innovadoras o la neuroeducación.

No es ésta una cuestión baladí por cuanto este nuevo lenguaje configura una manera de pensar(nos) y de valorar cuestiones claves del mundo educativo, de la formación o de la orientación y el empleo, y por tanto supone un posicionamiento y una manera de actuar como profesionales y como actores de estos ámbitos.

Quisiera detenerme hoy en uno de estos términos que siempre me ha llamado la atención: desaprender. Un millón doscientos veinte mil resultados me devuelve google en 0,58 segundos si tecleo “desapender” (eso sí, 4 resultados si lo tecleamos en la búsqueda general de catálogo de la biblioteca de la Universidad de Granada, o 266 en la de la Complutense de Madrid). Una palabra de éxito sin duda, con gran aceptación y uso entre psicólogos, expertos en neuro-nonsense, coaches, consultores, expertos en educación o gurús de los recursos humanos.

Pero, ¿qué hay realmente detrás del término “desaprendizaje”? No nos dejemos deslumbrar por la seducción de las palabras y analicemos hasta qué punto lo que quiera que sea desaprender aporta realmente algo nuevo a lo que ya se conocía sobre el aprendizaje y hasta dónde implica alguna nueva metodología o ventaja innovadora para las profesionales que enseñan, orientan y apoyan, o para aquellos que buscan formarse, y avanzar profesional y personalmente o encontrar y mantener un empleo.

Veamos primero algunas afirmaciones y explicaciones sobre el desaprendizaje y su importancia en el mundo actual. En absoluto se pretende hacer un análisis exahustivo del término, tan solo tomar breves recortes de entrevistas o entradas de blogs y artículos que fácilmente se pueden encontrar en páginas webs de entidades privadas y públicas, de medios de comunicación o de profesionales y expertos varios. Aquí van:

“En la era del conocimiento ya nos es suficiente con aprender a aprender. Se hace imprescindible desaprender para dar cabida a nuevos procesos mentales, a nuevas destrezas, a nuevos retos. Sólo desaprendiendo serás capaz de ver la forma que tienes de enseñar desde otra perspectiva, una perspectiva alejada de prejuicios y viejos clichés” (entrada completa).

“Desde la Neurociencia aplicada a la Educación se establecen varias fases de desaprendizaje que recoge la coach Fabiana Andrea Mendez en la web argentina Encontradores. (…) La necesidad de desaprender va más allá del ámbito laboral y de la creatividad: en un mundo que cada vez camina más rápido, todas las estructuras, incluidas las mentales, están en pleno cambio y adaptarnos requiere que también lo hagamos a nivel personal. No solo ha cambiado la forma de trabajar, también lo ha hecho la manera de relacionarse con otros y la concepción del mundo en general. Para adaptarse a los cambios, sean laborales o personales, es preciso, por tanto, que las personas aprendan a desaprender” (entrada completa).

“A mi entender, desaprender debe llevar implícitos en su definición los conceptos de crecimiento, apertura de mente, enriquecimiento, inconformismo, creatividad…” (entrada completa)

Aunque, probablemente, entre las ideas sobre el aprendizaje que más difusión han conseguido destacan estas dos:

“(…) casi nada de lo que nos enseñaron sirve para algo“ “Desaprender lo sabido es ahora mucho más importante que aprender cosas” (De Eduardo Punset, leído aquí)

“Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer ni escribir, sino aquellos que no puedan aprender, desaprender y reaprender” (Se trata de una frase que, aunque comúnmente es atribuida al periodista y escritor estadounidense Alvin Toffler, es una idea original del psicólogo Herbert Gerjuoy)

¿Cómo rechazar un término tan sugerente y unido a conceptos como crecimiento, apertura de mente, enriquecimiento, inconformismo, creatividad,…? Sin embargo, más allá de su validez como metáfora, ¿soporta el desaprendizaje un análisis conceptual y experimental un poco (solo un poco) más profundo y serio?

De ello hablaremos en el siguiente post.

 

«¿De verdad podemos desaprender? (I)» aparece primero en Laboratorio.

La sofisticación del disparate.

Esta mañana escuchaba en la radio hablar sobre los prometedores avances de la neurociencia para distinguir distintas enfermedades mentales atendiendo a diferencias en las estructura y funcionamiento del cerebro. En este caso se hablaba de psicópatas, de esquizofrenia y depresión, sin embargo esta misma búsqueda de la “Piedra Roseta” que nos permita explicar de manera simple y mecánica la jeroglífica complejidad del comportamiento humano se hace también para explicar las diferencias entre hombres-mujeres, blancos-negros, homosexuales-heterosexuales, optimistas-pesimistas, demócratas-republicanos,…

A pesar de lo espectacular y moderno -casi de ciencia ficción- que resulta el lenguaje y los relatos de los periodistas que preguntan y de la mayoría de profesionales (psicólogos, psiquiatras, neurocientíficos, expertos en educación,…) que son entrevistados, casi siempre me suenan a demasiado antiguo, a explicaciones en exceso simples, mecánicas e infantiles, vino viejo en odres nuevos. No son recientes los intentos de encontrar las respuestas en el análisis de los rostros o de la forma y el perímetro craneal para distinguir a las personas violentas, pruebas éstas que podían ser decisivas para declarar como culpable o inocente a los sospechosos de algún delito.

Ya en el S.XIX desde diciplinas como la craneología, la frenología, la fisiognomía o la criminología antropológica se afirmaba la posibilidad de identificar científicamente vínculos entre la naturaleza de un crimen y la personalidad o la apariencia física del criminal. También ha sido recurrente en la historia el intento de relacionar variables como racismo o coeficiente intelectual con el adn o el tamaño o la estructura del cerebro. Ni qué decir tiene que la rotundidad con la que se hacían algunas de estas afirmaciones quedaron en poco más que nada, y que en algunas ocasiones respondían más a la ideología del momento o del estudioso de turno que a su honestidad científica o intelectual.

Estudios y explicaciones en apariencia más asepticos, objetivos y con toda la apariencia científica que aporta el lenguaje de lo cerebral y sus neuromitos, siguen divulgándose día a día en redes sociales y medios de información, desde los más serios y reputados a los más frikis y fantasiosos; extendiéndose así una explicación mecanicista y cerebrocéntrica -erronea en su mayoría, incompleta en el mejor de los casos- del comportamiento humano. Explicación ésta que impregna la manera entender y de trabajar de muchos profesionales de ámbitos tan importantes como la psicología, la psiquiatría, la educación, o los recursos humanos.

Todos estos nuevos estudios se han visto posibilitados y han tomado un gran impulso por el enorme avance en la tecnología que permite estudiar el cerebro con máquinas maravillosas y sin duda útiles, con software inteligente y algoritmos muy sofisticados. Sin embargo, sin una revisión profunda de nuestra manera de entender el comportamiento humano, sin un planteamiento previo desde la filosofía y la epistemología del comportamiento (también del comportamiento de los científicos) que nos permita hacer las preguntas correctas, el avance real que toda esta tecnología permitirá será inevitablemente más lento. Creo que, en más ocasiones de las deseables, esta gran sofistificación tecnológica está aportando “disparates” más sofisticados para dar respuesta a preguntas erróneas que nos dejarán en el mismo lugar de siempre.

 

Nota: La imagen superior es del cuadro: “Extracción de la piedra de la locura“, El Bosco, 1501-1505.