En 1978 se abrió en Málaga el primer Centro de la Mujer en España. Era el primer paso para acabar con la violencia de género: sacar el problema a la luz, ponerle nombre. Un terrorismo, que siempre había existido, empezaba, tímidamente, a figurar en la agenda política española. En 1995 se comienzan a contabilizar los asesinatos machistas.
“Antes, hace tres décadas, a lo mejor un hombre se emborrachaba y llegaba a su casa y le pegaba a la mujer, pero no la mataba como hoy ¿Por qué? Porque antes había un sentido moral, unos principios cristianos y unos valores que hoy no lo hay’. Así predicaba el párroco de Canena la semana pasada en una misa de Primera Comunión que estaba siendo grabada.
Las muestras de condena han llegado desde todas las fuerzas políticas. Su torpe homilía ha servido también, para que se hable de este grave problema y, nos sorprendamos agradablemente, de que la mayor parte de la sociedad rechaza cualquier grado de violencia de género.
Padre, lo que sí ha ocurrido en los treinta años que van de 1980 a 2010, es que España ha sido el país de la OCDE que más ha reducido su brecha de desigualdad. Las españolas, en ese tiempo, nos hemos incorporado masivamente al mundo universitario y laboral, y muchas cuestionamos todo lo que no nos parece justo.
No nos gusta, por ejemplo, que el Arzobispado de Granada publique el libro “Cásate y sé sumisa” sobre el que la fiscalía reconoce que su contenido es “poco acorde con el papel de la mujer en la sociedad actual”. O que Rouco Varela sea quien decida sobre nuestros derechos sexuales y reproductivos. Ni que ser mujer se reduzca a ser Virgen María y madre o Eva pecadora e incitadora.
“Y Dios se hizo hombre” nos enseñaron, y por eso precisamente hay hombres que se creen Dios. En la Iglesia Católica aprendemos que el Papa, los obispos, los arzobispos y los curas son quienes deciden lo que está bien. Para hacerlo ya están las monjas y las feligresas.
Las religiones, en fin, con su ejemplo, legitiman para sus creyentes, el patriarcado de la sociedad.