A veces la belleza nos pisa los talones, y nosotros, ensimismados, no nos dejamos atrapar. Podemos observarlo paseando por algunas ciudades, ante el horizonte de la Alhambra o a la sombra del Coliseo, entre las callejuelas del Albayzín o las del Trastévere.
La relación entre el paisaje y la mirada del visitante transforma a veces los lugares en no lugares, los espacios relacionales y los lugares practicados en conquistas para Instagram sin mayor satisfacción ni expectativa que el numero de likes a conseguir.
Algunas ciudades, sus maravillosos barrios y monumentos, ya no son viajes en el tiempo, espacios existenciales de una experiencia de relación con el mundo y su historia. Ahora son escenarios para un selfie en el que la naturaleza del espectáculo no pareciera importar demasiado, donde el verdadero espectáculo fuese el propio individuo, espectador de sí mismo, creador y protagonista de su propia escena.
Y así pasan estos monumentos de lugares a no lugares, de espacios de conocimiento a espacios de reconocimiento de un yo arrogante, encantado de (re)conocerse a sí mismo, y tal vez tan ignorante como antes de comenzar el no-viaje.